En aquella época en que nos tomábamos por revolucionarios, sentíamos un desprecio visceral por los diplomas. Aquellos papelujos documentaban la sumisión, a veces inevitable pero que nunca debía aceptarse de buen grado, a las convenciones de la sociedad burguesa. Era común decir que, de acabar la carrera, el título se colgaría en el cuarto de baño. No sé si ése será el sitio adecuado para esos diplomas que Zapatero ha decidido que se entreguen a las víctimas del franquismo y de la Guerra Civil. Pero sí que su posesión significa el sometimiento a una operación propagandística y política de este gobierno. Una en la que las víctimas sólo han jugado un papel: el de instrumentos para la manipulación sentimental.
Zapatero no lanzó esta campaña instigado por aliados como IU y ERC. El principio se sitúa antes, durante la mayoría absoluta de Aznar. Sus promotores escribían en las páginas de su periódico de cabecera y hablaban por las ondas de su emisora piloto. Ahí se urdiría la leyenda de la amnesia de la Transición y las deudas pendientes que ahora repiten como buenos papagayos los dirigentes del PSOE. Casi treinta años después del fin de la dictadura y tras diversas medidas de reconocimiento y compensación, el
asunto resultaba sospechoso. Y con razón. Se resucitaba una versión maniquea de la historia con el fin de atribuir una culpa colectiva a la derecha por la Guerra y la dictadura, y de dañar a la derecha actual, que presentaban como heredera de la de otrora. A la vez, se recuperaba la conexión con una narración narcisista que exoneraba a la izquierda de toda responsabilidad en el desastre, y que permitía rehacer un prestigio maltrecho tras los años negros del felipismo.
Los cerebros de la operación sabían lo que se hacían, pero al pasar de la propaganda a la ley llegaron los obstáculos. Unos, de orden jurídico. Otros, de conveniencia, no fuera a ser que revisando juicios se visualizara que la represión fue obra de personas con nombres y apellidos cuyos sucesores pueden estar en cualquier parte, hasta en el Partido Socialista; de ahí un artículo 7.3, que ordena omitir la identidad de esos "colaboracionistas". Otros escollos aparecieron en la opinión. Pese a la sobredosis de reportajes sesgados, la mayoría piensa que no es justo, tratándose de una guerra civil, honrar únicamente a las víctimas de un bando. De modo que Zapatero hubo de envainarse la ley de buenos y malos, dejarla en un descafeinado discutible y disfrazarla de lagarterana. Así, tras el parto de los montes, la dirigencia socialista ha tenido que apelar al espíritu de la Transición que pretendía destruir, y decir que no se trata de abrir heridas, sino de cerrarlas, omitiendo lo esencial: que las han abierto ellos mismos.
Pero la reconciliación no significa olvidarse del pasado. Ni se olvidó durante la Transición, y por eso fue como fue, ni debe sepultarse ahora bajo siete llaves, como sugiere el PP. Del pasado hay que ocuparse. Ha de conocerse y debatirse. Pues el pasado siempre es una discusión. Lo inaceptable es que un gobierno imponga una versión de los hechos que reproduce de pe a pa la vieja propaganda de uno de los bandos. La consciente y utilitaria falsificación.
Dicho todo esto, me quedan algunas dudas. No, por cierto, la relativa al diploma. Ni para colgarlo en el retrete lo querría. Debe de ser algún desarreglo mío, pero nunca me he visto como víctima del franquismo. Víctimas me parecían las gentes que aceptaban el régimen y vivían dócilmente bajo su férula. Aquel manso rebaño en el que balaban algunos de los más conspicuos antifranquistas de hoy en día. Lo que me pregunto es cuántos miembros del gobierno y aledaños podrán acceder al diploma de marras. Y también si se lo darán a los integrantes de los grupos terroristas que actuaron bajo la dictadura. Doy por supuesto que los asesinados por las izquierdas durante la Guerra no entrarán en el reparto.